viernes, 13 de junio de 2008

Aristóteles no tenía estudiantes mujeres...

Me encontré reflexionando frente al vacío existencial que me genera ver la hoja de Word en blanco, pensando en que tenía que escribir algo divertido, copado, inteligente, chistoso y fundamentalmente mejor que lo que escribió Peter la otra vez, cuando de repente me hablan por MSN. Una de esas compañeras de facultad que son una excepción a una de mis teorías: justo cuando estaba por comprobar estadísticamente que el CI es inversamente proporcional al tamaño de busto, viene una chica que no tiene ni neuronas ni pechugas. Adiós tema de tesina de grado.

Tras juntar los pedazos que quedaban de mi espíritu de investigador científico, me digno a contestarle y tenemos una apasionante conversación, mayoritariamente unidireccional, en la cual supongo que mi interlocutora se estaba haciendo la manicura, por el tiempo de respuesta entre mensaje y mensaje. Igual, admito que pude haberla inducido a ello. Uno de los tantos problemas que enfrentan mis interlocutores cuando me hablan es que, cuando, entre tanto farfulleo, dicen una soberana boludez que se opone radicalmente a mi modo de pensar, automáticamente se dispara en mí un mecanismo que bauticé como “sermonologitis”, un tipo muy particular de verborragia en donde mi deber moral, súbitamente, es explicar a la persona por qué está fundamentalmente equivocada en utilizar ciertas vías facilitadas del pensamiento y ciertas otras asociaciones que llevan al uso de frases cliché como “cada uno tiene derecho a pensar como quiera” y “la verdad no existe, nadie tiene la razón absoluta” con total libertinaje.

No me malentiendan, no es que sea un agrandado que cree que se las sabe todas y quiere descalificar a esas personas. ¡Es que soy un agrandado que sabe que puede descalificarlas! Cada vez que alguien dice una de esas hermosas frases de libro sobre “Cómo Parecer Cool” sin demostrarme que la PENSÓ antes, que no es sólo una excusa conveniente, muero un poquito por dentro.

Mientras esta chica decía alguna gansada como “no me importan las materias, puedo aprender después de recibida cuando tenga pacientes”, mi pensamiento se dirigió a la población femenina en general con la que comparto clases en la facultad todos los días. Salvo por contadas excepciones (cuya mención hago sólo para evitar su furia, y para que me sigan pagando el agua del mate mientras yo lleve los bizcochos), el mundo de las mujeres en el ámbito universitario privado suele presentar algunas constantes. He aquí algunas de mis reflexiones:

· Debe de haber alguna correlación entre los colores pastel y las notas altas.

· Saber qué significa una definición nunca será más importante que saber qué color de chalina combina con qué color de cinturón con qué color de cartera con qué color de tapa de cuaderno.

· No existen las preguntas tontas, sólo profesores resignados.

· La clase es el lugar ideal para hablar de tu vida privada. Sobretodo si involucra a familiares o conocidos que están lo suficientemente lejos para hablar con impunidad y sin que te afecte, pero lo suficientemente cerca para que su existencia no parezca descabellada.

· Nunca es demasiado temprano para que alguien te llame al celular.

· La desesperación antes/después de un parcial mientras claman que no estudiaron nada (cuando tienen las 48 páginas de resúmenes a mano bajo el brazo y los 6 kilos de fotocopias resaltadas en cinco colores -ideas primarias, secundarias, terciarias, cuaternarias y precámbricas-) las justifican o excusan cuando a uno le va mejor que a ellas, al mismo tiempo que le lastiman el ego a uno cuando le va peor. Cruel maniobra, hijas de Eva. Muy cruel.

· Subir tres pisos por escalera de dos a tres veces por día por tres años tonifica los glúteos y reduce la grasa abdominal. Ellas, cansadas de subir escaleras. Nosotros, agradecidos para con el arquitecto.

· Vestirte mal no te hace ni única ni especial. Bueno, quizá especial sí, pero no exactamente en el sentido en el que vos pensás.

· Vivir en Barrio Norte y dar clases de catequesis en la parroquia te da la misma autoridad moral para opinar que los 25 años de experiencia de un profesional formado. Por lo tanto, desmerecer la opinión del profesional es la única salida lógica, puesto que él o ella no vive en Barrio Norte, y probablemente tampoco haya enseñado nunca catequesis de niños.

· La institución universitaria existe alrededor de tu vida. Si osara interponerse entre vos y tus planes, es tu derecho pegar el grito en el cielo para que se reorganice como más te convenga.

· La pregunta eterna que nunca encontrará voz: “Flaca, ¿por qué te hiciste eso en el pelo?”.

· No importa de qué clase de chica se trate, siempre hay un estudiante de ingeniería dispuesto a ponerse de novio con ella.

· Si el profesor te cae mal, la materia es, por default, una mierda.

· La popularidad de una cátedra se mide según lo digerido que te vomiten en la boca los contenidos del programa, de modo que estudiar de la carpeta sea suficiente para aprobar un examen final. Eso sí, ¡con seriedad por favor!

· La palabra “perseverancia” no existe en el lexicón mental de esta muestra poblacional.

· Profesor varón, joven, inteligente, sarcástico y que no es deforme= sexy.

· Compañeros varones jóvenes, inteligentes, sarcásticos y que no son deformes= solteros, y con expectativa de practicar la docencia.

· Apéndice 1: Las quilmeñas son unas guasas. Por ende, también son divertidas. ¡Aguante!

· Si lo que te enseñan en la facultad contradice tu esquema mental o tus creencias más firmes, es porque los autores son unos idiotas que no saben nada de la vida. Tu opinión siempre vale más que el esfuerzo intelectual de personas más capacitadas y con más experiencia que uno.

· Tener perspectiva no es una opción.

· Saber callar es una habilidad muy útil cuando las mujeres te superan en proporción 12 a 1, y la puerta más cercana queda cruzando la línea enemiga.

· Apéndice 2: Existe una delgada línea entre la paciencia y la resignación. Aprender a percibirla sólo sirve para deprimirse más.

Creo que mejor voy redondeando. Ya a estas alturas les deben de estar doliendo los ojos de tener que leer esto. Aunque, pensándolo bien, si llegaron hasta acá se merecen una medalla. Y si son una chica de entre 20 y 22 años que cursa cierta carrera en cierta universidad en cierta zona de Capital, y crees que reconocés al autor, no, no soy yo. No me preguntes.

Hasta mi próximo arranque de sermonologitis,

I.